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El término “municipalismo” se ha convertido en una palabra de moda. Son cada vez más los actores políticos y partidos que se reconocen en él o que lo utilizan para referirse a las dinámicas propias de la escala local, pero casi siempre de manera difusa, sin concretar demasiado cuáles pudieran ser las determinaciones prácticas y políticas escondidas tras el concepto. Algunos discursos ponen el acento en la acción institucional de los ayuntamientos, en la apertura de cauces de participación ciudadana y gestión transparente, refiriéndose a las posibilidades que brindan los ayuntamientos a la hora de implementar una gobernanza de proximidad -presumiblemente más democrática-. Sin embargo, “municipalismo” no es ni un significante vacío ni un desván semántico en el que pueda tener cabida cualquier cosa. Como tradición histórica, se remonta a al siglo XIX, en una línea que tiene expresiones políticas tan ricas y diversas como las que van desde el federalismo, el juntismo o el cantonalismo al movimiento libertario y luego al feminismo y el ecologismo.

La clave de bóveda de este movimiento histórico es el autogobierno: la ruptura de la división existente entre gobernantes y gobernados. Pensar hoy el autogobierno como tendencia del municipalismo requiere plantear cuestiones que desbordan con mucho el plano institucional. Requiere pensar más allá de los ayuntamientos, anudando las experiencias institucionales a los conflictos sociales existentes, intentando trabar un archipiélago de contrapoderes con actores diversos. Por eso, no se trata tanto de “participar” como de actuar en común desde una perspectiva antagonista. Ensanchar la democracia -transformar el régimen del 78- exige un impulso que siga cuestionando la lógica de la representación y redistribuya el poder, rompiendo el “monopolio institucional” de las decisiones legítimas para socializarlas mismas de forma comunitaria.